jueves, marzo 24, 2016

COMO SI LO QUE TOCA EL FONDO FUERA LO REAL…


*”Agua de vida”  Óleo/ Lienzo de Claudio Uzal. (c) UZAL

 






MUJER DEL FRIO FRENTE AL FUEGO*




Hay una mujer del frío que mira el fuego,
una mujer del cuadro de Brueghel que se imagina real
mientras los pájaros del invierno salen disparados
como proyectiles. Nadie duda existencias.
El ansia le deja huellas: el ansia del calor como si eso fuera real
y el frío, un sueño rígido y sin vida, una blancura de fantasmas.
Algo cae en el fondo del fuego para quemarse
mientras el viento le tuerce los sueños a la mujer. Ya no sabe que ansía.
si es el calor,
si es ese fondo que recibe lo arrojado
como si el fondo,
como si lo que toca el fondo
fuera lo real.



*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
 (De mi libro "Cazadores en la nieve", pronto a ser reeditado en edición bilingüe en Reflet de Lettres, París)










COMO SI LO QUE TOCA EL FONDO FUERA LO REAL…









ARRIBO*




Venía con diez jazmines en la mano.

¿Adonde vas?

-Toda la sequía del mundo en mi mirada-

Al mar. Me espera el mar. El mar irremediable.

¿Cómo lo sabes?

-Páramo salobre en mis entrañas-

Una sombra ha cruzado los cardales.

Me espera una geometría de cosas y de nombres.


Vuelve en marejadas.

Patria misteriosa de los hondos secretos.


Una hembra latiendo en maduro fruto.

Un macho con corceles negros en los ojos.

Una alondra y un toro.

Gritos de cobre. De violeta. De clavel ausente.

Una pradera quieta y un halcón.

El niño duerme, envuelto en pañales de viento.

Laberintos. Estrellas. Delfines. Arrecifes.


Huésped de un arcano laberinto de agua.

Arribo.

Puerto de mar o páramo.

Puerto que florece en algas y cardales.

Puerto de un enero de amor.


Un hombre con los brazos extendidos.

Una mujer con diez jazmines en la mano.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar














JAZMINES Y FUTBOL*




Aquel verano fue en verdad un poco más distinto que los otros
Es lo que conversamos muy de vez en cuando muy de vez en cuando nos reunimos alrededor de unas brasas que hacen dorar una carne apetitosa, regada con el consiguiente vino tinto que empuja hacia nuestro interior tamaña exquisitez.
En realidad debo aclarar que no es un tema excluyente, sino que ralea en la maraña de recuerdos, de medias memorias corridas de un hormiguero que empuja hacia la luz del entendimiento que va buscando un aire de agradable bienestar.
Fue el verano en que fue trasegado por la presencia entre tímida y sobradora de esos dos chicos que venían de la ciudad, nos sentimos un poco extraños en nuestro propio terreno por decirlo con el modo metafórico y aun literal.
Eran dos hermanos que venían de la ciudad, a pasar las vacaciones a la casa de sus abuelos que justamente vivían a la vuelta de nuestra casa, en pleno barrio El Jazmín. Porque en la casa en que vivió don Clemente Gerlo con su familia, anteriormente vivió un italiano que se llamó Giovanni Di Tomasso y que había plantado jazmines por todo ese gran terreno donde una higuera centenaria resiste al implacable paso del tiempo. Es lo que siempre oí de mis mayores, porque yo en cuerpo presente a este señor tan dispendioso con los olores agradable y el blanco de un blanco impoluto no lo conocí y no sólo eso ni siquiera vi una foto miserable nunca puesta ante mis ojos.
El Barrio el Jazmín se hizo famoso por otras razones que nada tienen que ver con la floricultura y la cuento aquí. Cuando el famoso Cholo Belluschi puso sobre sus hombros la difícil tarea de armar los grupos de fútbol infantil por el barrio, se le vino a la mente reflotar los albos jazmines de don Di Tomasso y tal el nombre que inventó sin consultar con nadie. Roberto Escudero eligió los colores blanco y rojo, tal la camiseta. Pero los pibes del barrio comenzaron a alzarse con todas las copas de todos los campeonatos del pueblo y aún del vecino. Esto produjo envidias y recelos y un aura de energía vital para los que vivimos en sus calles más bien alejadas y escondidas entre plátanos, paraísos y fresnos y casuarinas, que hacen al mito de origen del barrio, humilde de por sí.
La anécdota a rescatar o el motivo de estas palabras desmañadas es que estos chicos de la ciudad, silenciosos y atildados eran excelentes jugadores en el manejo de la pelota y en los picados y partiditos nos hacían morder el polvo a todos. No con mucha torpeza tratábamos de frenarlos, pero no queríamos quebrarles alguna pierna, de ningún modo. En los córneres tratábamos de encimarlos, al irlos a marcar le dejábamos una cepilladita suave o una zancadilla, pero nada. Inútil, siempre nos sorteaban con elegancia y por más que hiciéramos para fastidiarles nunca lo lográbamos.
Hasta que a uno de nosotros se le ocurrió una idea, para darles una lección. Desafiamos al equipo del Barrio de las Ranas, que tenías un dos golpeador por furor y alegría. Y allá fuimos nosotros con los dos pibes de refuerzo. Ellos ignorando la pequeña trampa que en verdad no era sino una venganza un poco cobarde.
El partido se planteó desmañado desde el principio y ellos, elegantes, duchos, esperaban los guadañazos del zaguero y los saltaban. Todo iba bien y ganábamos uno a cero, con ellos como compañeros era un paseo.
Hasta que aquel energúmeno alto, grandote y bastante malintencionado se dio cuenta que iba perdiendo respeto y prestigio y su fama de pesado se diluía que actuó: a uno le pegó de atrás con mala leche y al otro le dio un cabezazo en el pecho. Los sacó, digamos, de circulación
Se suspendió el partido, perdimos los puntos y al bruto lo suspendieron para siempre. No jugó más en los equipos del pueblo. Salvo algún picadito inocente.
Terminó el verano, los pájaros se iban volando hacia el ocaso, las garzas y los flamencos volvían a sus lagunas un poco de tristeza se nos aposentaba en nosotros, porque se aproximaba el tiempo de las clases, de las órdenes, de la pelota que se debía dejar por los deberes.
De los dos chicos nunca más se supo, sus abuelos se fueron de este mundo, por lo tanto ellos también fueron olvidados y somos muy pocos los que nos acordamos de esos pibes rubios y de buenos modales.
Fue todo muy breve.
Como una breve brizna de una gramillita que el viento tira bajo una alcantarilla seca.



*De JORGE ISAÍAS. jisaias46@yahoo.com.ar











*



¿Ves afuera,
el sol afuera,
la leve
circunstancia de la luz
derrotando a la sombra?
Así
también es la felicidad.


*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Mirada en fuga*




Quisiera atravesar el resplandor lunar del campo

y llevar mi cansancio a la orilla de un río,

quedarme mirando

la tranquila frescura del agua,

que a esa hora tendría

el color adamascado de un abril lejano.

Imaginar el sonido de un oboe llegando

con su hilo de música hasta el centro mismo

de ese tono impalpable.

Oboe y cielo.

Atardecer y río

juntando su sed bajo los puentes.

Ya no tengo mirada, se ha ido.

Soy mujer que mira su mirar.

Espectadora de mí,

y se va

como si fuera la última vez.

--Creo que no que hallaré la forma

de volver a recuperarla—

………………


Sólo puedo anclar en el silencio,

en la oscura intimidad de la casa...



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar










*



Duele contemplar
con este amor de madre
a esa nena
que anduvo tan sola.

Duele
con este amor de madre
no poder,
abrazarla,
advertirle
que estoy acá,
que sobrevivimos,
que pudimos
conocer la felicidad.

Las leyes del tiempo
son inexorables.
Ella nada sabe de mí,
no puede atravesar esta frontera
donde hay hijos y soles
y hombres para amar.

Yo,
que me recuerdo tanto
de cuando era un grito en la oscuridad.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com












Pesca deportiva*




Hay pescadores
que lanzan sus redes
buscando el pez más exótico
otros en sus redes atrapan
cardúmenes de ingenuidad.

Los peces vuelven al río o al mar
mareados, confundidos, asfixiados
llevan mensajes de alerta
las aguas quedan indiferentes
los peces tienen memoria breve

Hay pescadores que usan anzuelos
con luces de colores
moscas vivas
artificios de seducción
Nunca muerdas ese anzuelo
van a atravesarte
van a exhibirte
y luego tirarán tu cuerpo sin cuidado
infinitamente dolido
a flotar sobre el agua indiferente.

Boqueando,
como yo
inútiles advertencias
y deseando,
locamente
una última caricia de veneno.



*De Alejandra Inés. elmomoeditor@gmail.com













Agua*




*Por Antonio Dal Masetto.



Basta ir a la cocina y en un día soleado abrir la canilla y llenar un vaso con agua y después mirar esa misma agua en la luz de la ventana para que la imaginación se dispare y emprenda una carrera demencial y nada sea igual que un minuto antes, porque ahora se está pensando que el agua del vaso viene de ese mismo río al que se puede descubrir cada mañana más allá de los mástiles de los barcos amarrados en las dársenas, desde aquella masa uniforme y monótona que casi no sufre cambios con las variaciones del cielo y las estaciones, y se medita acerca del largo y complejo proceso de depuración y de qué manera el agua, a través de innumerables e insospechadas cañerías, en el vientre de la ciudad, llega finalmente hasta ahí, a ese departamento, a la cocina de ese departamento, a la canilla que se acaba de abrir para saciar la sed, agua venida desde aquel río profundo y oscuro, agua cristalina ahora, límpida, transparente, agua pura a menos que una mente afiebrada, una memoria afiebrada, aun en la calma de un mediodía como éste, quiera cargarla de imágenes de horror, enturbiándola, ensuciándola, volviéndola súbitamente intolerable, imágenes, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices arrastrando pájaros de muerte en el aire del río, bultos arrojados al vacío, cosas vivas cayendo cayendo y después hundiéndose en el agua revuelta, hacia el fondo, hacia la oscuridad absoluta, hasta mezclarse abajo con el barro milenario, con desechos milenarios, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, allá en el agua del río, esa misma que ahora uno se dispone a beber para saciar la sed en la cocina de un departamento invadido por la tibieza de un día soleado y la música de la radio, agua clara, purificada, desinfectada, con su justa proporción de cloro, que llega con la misma facilidad y eficiencia a otras canillas, en edificios céntricos, en los suburbios, en casas, oficinas, conventillos, mansiones, hoteles, cárceles, hospitales, cementerios, canillas de plástico, canillas de oro, la misma que llena la pila bautismal de las iglesias, las piscinas para el deporte o el placer, la que lava la piel de los recién nacidos igual que la arrugada piel de los ancianos, la que acaricia a la adolescente detenida ante el espejo del baño orgullosa de su cuerpo en flor, la misma agua que acude a los miles de picos de las máquinas de café en todos los bares de la ciudad, la que alimenta macetas en ventanas y balcones y también algún nostálgico huerto de un inmigrante europeo en un barrio cualquiera, la misma que sirve para la cocción de los alimentos y para borrar la sangre de los asesinatos, tinieblas, zumbidos en la noche, bultos arrojados, cosas vivas cayendo, silencio, agua venida desde los misterios de las profundidades trayendo noticias de muerte, agua de múltiples usos, agua que sirve para lavar otros muertos en ciertas ceremonias fúnebres, agua limpia, agua incolora, insípida, inodora, uno de oxígeno y dos de hidrógeno, agua transparente, óptima e insustituible para la higiene, agua que alberga espantos, bultos, cosas vivas, cayendo cayendo, hundiéndose en el líquido oscuro, bajando bajando, perdidas, confundidas en el barro milenario, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la cordura, agua que brota en chorros triunfales en las fuentes de las plazas y es aprovechada a veces para conciertos acuáticos al anochecer, agua donde se bañan los gorriones, agua transparente, agua para las manos del cirujano, de la partera, del mecánico, de la maestra, del jugador de fútbol, del político, del policía, del comerciante, del artista, agua para lavar todas las manos, agua que ha perdido la inocencia, aspas que no son de molinos girando en la noche negra, hélices de anchas palas impulsando pájaros de muerte, bultos arrojados, cosas vivas cayendo y cayendo y hundiéndose, lejos para siempre de la luz y las respuestas y la posibilidad de cordura, agua que trae nombres, agua mansa útil indispensable a la civilización, agua llegada hasta este vaso a través de complicados procesos de purificación y que ninguna purificación podrá jamás purificar del todo.













*


¿Y cómo andar sin presumir que pronunciamos una palabra que no sabíamos qué significaba hasta volverla agua, boca, manos, en la mitad de la sed?


*De Valeria Pariso.










InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/



Estación Riachuelo*


A Martín Rébora


La madrugada, fría y ventosa, se hacía sentir inexpugnable dentro de los sucios talleres ferroviarios. Marcos Reed, camarógrafo free-lance, sabía que aquella misteriosa incursión que planeara este singular productor televisivo, quien ya le consiguiera varias "changuitas", sería algo inusual (filmar las villas miseria cercanas al Dock Sud, ¿a quién se le pudo haber ocurrido?). Pero nada le hacía prever lo que se avecinaba, más allá de la vetusta locomotora diesel, con un potente faro que horadaba la noche. El productor se llamaba Luis Quintana, sus amigos le decían "Droopy" (aquel personaje animado que solían proyectar junto con Tom & Jerry), porque siempre aparecía en todos lados, y era un loco de la guerra. Mucho más que Marcos, lo cual ya era mucho decir. Había conseguido recién un par de días antes -y vaya a saber dónde- el contacto para realizar aquella travesía, únicamente de noche, a fin de realizar las tomas iniciales para una serie de documentales referidos a la marginalidad urbana. El asunto olía un tanto turbio, ya que tampoco quedaba claro a nombre de quién operaba tal ramal, escondido y casi clandestino; pero Marcos no se acobardó por eso. Muy por el contrario, el detalle le daba la incursión un sabor muy excitante. Gastón Robles era el nombre del maquinista, quien puso un par de ineludibles condiciones al momento de partir: que jamás lo enfocaran con la cámara, y que su identidad nunca fuese revelada. "Me juego el laburo, ¿viste?", fue su único y monolítico argumento. Eran pasadas las dos cuando la locomotora se puso en marcha, rumbo a las antiguas refinerías del Dock, rechinando aguda sobre los rieles, cuyo mantenimiento se adivinaba casi nulo. Remolcaba tres vagones, uno cargado y dos vacíos. Marcos y Droopy no quisieron preguntar nada al respecto. Pero al acercarse a los cambios de vías cercanos al Riachuelo, Robles les pidió que se agacharan dentro de la cabina de la locomotora, no fuera cosa que alguien los viera. "¿Quién, a esta hora y con tan poca luz, en este lugar de mierda?", pensó Marcos, pero no emitió opinión. En la semipenumbra, Quintana y Reed alcanzaron a divisar los irregulares emplazamientos del caserío, levantado a la vera misma de la vía, con apenas unos centímetros de distancia entre las precarias paredes de cartón y chapa y el paso de la locomotora, que aunque disminuyese la velocidad, atravesaba aquel corredor conteniendo el aliento. -¿Cómo pueden vivir así? -, llegó a decir Droopy, incapaz de comprender dónde se encontraban. -¿Cómo quiere que vivan? -, respondió Robles, como si la respuesta fuese obvia. -Han ido llegando en oleadas, sin preocuparse por si había lugar para ellos acá o no. Y fueron levantando estas casuchas donde pudieron. Mire, a veces las ponen tan cerca de la vía, que cuando vuelvo cargado, y los vagones se bambolean, más de una vez me llevé puesta una pared y arrastré todo lo que venía atrás.-¿Gente también? -, exclamó Marcos, ahogado por la impresión.-No. Cuando arrastro casillas no. Pero también me ha pasado que de pronto se abra una puerta que da a la vía, y aparezca delante de mí alguna persona. Imaginesé: un viejo, un anciano, que ya no puede orientarse ni siquiera dentro de su propia casa, se levanta de noche, necesita ir al baño, tantea a oscuras las paredes, llega hasta la puerta, abre. Pero resulta que se equivocó. Que la puerta que daba a la letrina común era la otra. Y sale a la vía, a ese pasillito que se forma ahí al costado, en el momento justo en que paso yo. Entonces las luces lo encandilan, y la sorpresa es tan grande que no puede reaccionar, ni amaga a tirarse dentro de la casilla. Y "me lo llevo puesto".-No me joda. -, sonrió Marcos, sin poder creer lo que le cuentan.-Es la pura verdad -, afirmó Robles, mirándolo de costado, un tanto ofendido. -Si quiere le cuento pelotudeces que se cuentan por acá para que pongan en el programa, pero me parece más justo que les diga lo que vivo cada vez que vengo, ¿no?-Seguro, amigazo, seguro -, terció Droopy, palmeándole el hombro a Marcos para que se calle y escuche, sin arruinarle semejante fuente de información. La visión del pasillo a través del parabrisas de la locomotora, encajonando la vía, parecía de película; de terror, por supuesto. La sola posibilidad de que se abriese alguna puerta y alguien apareciera delante de ellos de improviso, a Marcos lo llenaba de espanto. Supuso que podría sentir algo de adrenalina al estar inmerso dentro de algo "clandestino", pero esto superaba cualquier clase de expectativa. De pronto, le pareció que aquel tren nocturno aparecía en medio de la noche como una irrupción infernal, casi de otro mundo, que quizá sirviera como "cuento del Cuco" para asustar a los críos que vivían en aquel lugar y mandarlos a la cama, impregnados por el temor de levantarse en medio de la noche. La idea le hizo sentir escalofríos, pero no por eso dejó de filmar algunas escenas de aquella vía encajonada, quizá para ilustrar los títulos del documental. Una vez que traspusieron aquel villorrio, continuaron la marcha hacia el Dock. Los contraluces de la madrugada resultaban siniestros. Y el viento, cada vez más helado, no ayudaba a que pudiesen sentirse a resguardo del paisaje. El silencio se abatió sobre ellos sin piedad, apenas fragmentado por los sorbidos sobre la bombilla del mate, que circulaba de mano en mano; amargo, por supuesto, y cebado con inusual destreza por Robles, mientras continuaba operando la palanca del acelerador de la locomotora. Finalmente, luego de atravesar un ralo descampado, y oliendo el característico aroma putrefacto del Riachuelo, ingresaron en un ámbito mucho más pesadillesco que el anterior. Las construcciones ya no eran desiguales, sino que parecían armadas por opacos bloques de material, aunque éstos no parecieran ser muy sólidos. Apenas se recortaba alguna torre, último vestigio de las refinerías que solía haber desperdigadas por la zona, antiguo reducto industrial. Las borrosas siluetas estremecían gradualmente a Marcos -imposibilitado de filmar a causa de la escasa luz reinante-, aunque ninguno de los dos se animase a decir nada. -¿Dónde estamos? -, consiguió decir Droopy, venciendo sus recientes temores.-Supongo que para los planos de la Municipalidad esta zona ni siquiera está urbanizada -, comentó Robles. -Los vecinos la llaman "Villa Batería", porque la construyeron como todas, con materiales en desuso. Y como acá hubo una fábrica de baterías eléctricas, los bloques de las casillas son baterías en desuso. Marcos y Droopy se miraron con espanto. -¿Y la contaminación? -, preguntaron al unísono. -¿Qué contaminación? -, repreguntó el maquinista. -Los que viven en este lugar ni siquiera saben que esa palabra existe."¿Sabrán que ellos mismos existen?", se estremeció Marcos. Y la sola idea de imaginar la clase de gente que pudiese vivir en un lugar así, expuesta a los venenos y las radiaciones, desarrollando quizá hasta mutaciones inconcebibles, le generó náuseas. "¿Se sentirán desahuciados, o tampoco sabrán lo que ese concepto signifique?". El panorama resultaba casi dantesco, aunque quizá se mostrase potenciado por la desbordante imaginación de aquellos dos hombres, temerosos de ver aparecer entre los montones apilados de baterías corroídas cualquier silueta que pareciese deformada, hasta incluso teñida de verde y con algún ojo de más. Robles avanzó un centenar de metros más y detuvo la formación, haciendo chirriar los frenos. Delante de ellos se extendían las oscuras y aceitosas aguas del Riachuelo, abundantes en petróleo, carentes de vida alguna. Se hallaban cercanos a la desembocadura en el Río de la Plata; aquella zona era custodiada por la Prefectura Naval. Aquel era el destino final de Robles.-Pueden bajar y trabajar tranquilos -, les informó. -Yo tengo que esperar a que dentro de un rato arribe un cargamento, hacemos el intercambio de mercadería, y nos volvemos por donde vinimos.- ¿Cómo lo traen? -, preguntó Marcos, aunque al terminar la frase sabía que había preguntado una obviedad. -En barco -, masculló el maquinista, mirándolo de costado, casi apenado ante su ignorancia. Indagar acerca de la legalidad de aquel cargamento resultaba casi una broma de mal gusto. Droopy le hizo una seña, y ambos descendieron de la cabina, transportando el equipo portátil de filmación, mientras Robles encendía un Particulares. -Estamos en pedo si pensamos hacer alguna toma en este lugar -, le advirtió. -Y más en pedo estamos por haber venido sin chequear en detalle las características del lugar. -Ese es tu trabajo -, se atajó Marcos. -Ya lo sé, pero el Gordo me tenía repodrido con que tenía que traerle algo pronto para elaborar el programa piloto. Ni se me ocurrió que nos íbamos a encontrar con esto. -¿Y por qué no se lo vendemos a alguno de estos tipos que hacen periodismo de investigación? -Porque necesitamos algo más que esto para hacer una denuncia, boludo. Y porque con esa VHS no vamos muy lejos con el anonimato. Marcos miró la cámara que transportaba en la diestra y volvió a preguntarse qué clase de tomas podrían hacer con esa luz, sin quitarle "naturalidad" al paisaje cuando proyectaran los flashes de los focos que cargaba en la mochila. "¿Qué estarán contrabandeando?", se preguntó. Aunque la respuesta tenía el mismo grado de certeza que preguntarse acerca del origen y el destino final del alma humana: cualquier opinión era válida. Hicieron un breve rodeo, sin alejarse demasiado de la locomotora. El lugar les generaba bastante aprensión, casi como si hubiesen penetrado en una casa abandonada, famosa en el discurso de los vecinos por encontrarse embrujada. Utilizaron la escasa luz de un foco de alumbrado para filmar apenas un rincón de esa lúgubre villa, sintiéndose vigilados por ocultos e insomnes ojos. Sabían que cualquier material que llevasen sería descartado de plano en la "isla de edición", pero preferían mantenerse ocupados antes que reconocerse transitando por aquel lugar. Y menos aún pensar que los acechaban los cuatreros. La barcaza arribó a la media hora, piloteada por un marinero hosco y extranjero. Descendieron cuatro hombres, gruesos e inexpresivos, que los miraron con recelo. Marcos apagó la cámara de inmediato, intimidado por aquellas miradas. Pasaron junto a ellos y abrieron las puertas del único vagón cargado. Las cajas en su interior carecían de sellados o carteles, al igual que las que comenzaron a bajar de la barcaza. Robles se sumó a la tarea; quizá también recibiese un porcentaje, aventuró Marcos. Y de pronto, la idea lo asaltó con tal claridad que le resultó la mayor obviedad que pudiese habérsele ocurrido en toda la noche. Sólo faltaba que los misteriosos habitantes de aquel lugar les armaran un piquete con las ruinas de antiguos chasis de automóviles sobre los rieles, para que la escena completa fuese el fiel reflejo de la cruel pauperización a la que los sucesivos gobiernos habían llevado al país. Un sistema carcomido por la corrupción, una población indigente y al borde de la muerte, un horizonte oscuro y sin atisbo alguno de futuro. La sensación de náuseas regresó casi con mayor énfasis. Entonces volvió a encender la cámara, sin que nadie lo notase -ni siquiera Droopy, absorto en el monótono ir y venir de los changarines-, y filmó como al descuido, sin llevarse la cámara al hombro, apenas enfocando desde la cadera, ignorando a ciencia cierta si alguna imagen podría llegar a tomar la película, pero con el corazón desbordante de indignación. Deseoso de testimoniar algo, aunque supiera que no sirviese para nada, salvo para llegar a dormir tranquilo el resto de las noches por venir.







***

Próxima estación para escribir por Ferrocarril Provincial:

 JOSE RAMÓN SOJO.

ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.

***

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PARADA KM 79

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KM. 55.   ELÍAS ROMERO.  KM. 38.
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LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



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sábado, marzo 19, 2016

TODO LE PERTENECE AL AIRE…





*Dibujo de Erika Kuhn.








DESTIERRO*



I


Voy camino al destierro.
            Extenso páramo
                        donde la luna baña su soledad.

No hay retorno. Es la única certeza.



II



Miro y contemplo la sequedad.
            Las voces familiares se ahogan
            en el inmenso silencio.
Tú ya no estás
            y no hay “nada que no duela” (M. Fernández)




III


Voy camino al destierro
            sin fronteras en mis pasos.
            La clara luna, por la noches,
            deja entrever siluetas indecisas.

Extiendo mis manos hacia ellas…
            sólo yo en el páramo. 


*De OSCAR A. AGÚ. oscarcachoagu@yahoo.com.ar

 







TODO LE PERTENECE AL AIRE…








Soledad*



Silenciosa  amiga,
obligada sombra,
compañera de madrugadas,
mustios domingos y hastiadas vigilias.
Soledad, monta ese pájaro
tan azul y sutil que es la vida
y derriba mis barrotes,
hazme compartir amistad, ansiar ser amada,
salir a cortejar la luna, robar jazmines, perseguir un grillo.
Te estoy despidiendo soledad.
No vuelvas.


*De Elsa Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar










*



La soñé por primera vez desde que no está,
aunque sé que era más que ella. Los sueños
retoman ese lugar que queremos perder
y ganar en medio de la rutina y los deseos.
Ella creía que algo no estaba bien hecho, como otros.
Su enojo no fue menos real pero ahora insiste
en quedar debajo de palabras y análisis,
como si pudiera olvidarme esos segundos feroces
en que volví a ser su hija.



*De Valeria Cervero. valecervero@hotmail.com











*


Lo que espera
por nosotros,
al regreso
de todos los caminos.
Lo que aguarda
inmutable,
paciente,
fatal,
ojalá sean los brazos
de la impasible muerte:
la caricia silente
de la mortalidad.

Ojalá
no enfrentemos
las máscaras obscenas
de nuestros miedos niños
llamando en los espejos,
pidiéndonos jugar.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













CANCION DE ADIOS*



Toda la noche ha silbado y no es el viento.
Ha recorrido en silbos circulares tu cuerpo.
Se que vienes del miedo.

El zorro te ha orinado y atacada has sido por los cuervos.
No temas, tu pelambre de hembra está a salvo.

En mi sangre hay un oscuro navío escondido
Creí que tu sangre crecía como savia
Cada púa tuya me confirma que eres solo carne.
Ya es tiempo de dejar la estación del apenas.
-No debería, no; no debería existir el apenas-
- La mentira no debería tener patas cortas-

Los brotes ya borran la plenitud del rastro.
Es tiempo. Tiempo que se va y no vuelve.
De enterrar la locura. Dejar crecer la hierba.
Cerrar de nuevo, la Caja de Pandora.

No obstante el payaso llora y ríe.
Es la hora del verbo, del temblor y del adiós.
Falacia. Invención. Humo de hierba. No importa ya.

Salivaré, de tus flancos, las púas.
Mordisquearé. Una a una hasta morir.
Hincaré los dientes en tus hombros.
Lameré la humedad de tus diversos rostros.
Beberé de tus clepsidras plenas.
Treinta esperas y ciento ochenta estaciones.
Consecutivamente. Una vez, otra vez más.
Luego, amor, te dejaré partir.
Vos y yo seguiremos jugando al camino solitario.
Mas, lo se.
En tus oídos, ámbito del ultrasonido de mi pena.
Esta canción de amor, no morirá. Lo se.



*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar














Región de ser*




Sobre la rispidez del día

hiere

la voz del tiempo que se va. Duele.

Entonces escribo

confieso

afirmo

niego

imagino

vivo

muero

y escribo otra vez. Lo hago

para ocupar otra región del aire.

Donde poder reinventarme.

Donde ser:

savia-rama-hoja-corteza-raíz-árbol.

Donde mentirme alguien.



*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar











*


Los indicios del olvido se abren como flores.

Es posible juntarlos

y armar

un ramo para convencerse.

Apretarlo entre las manos

y cortarse.

Ver cómo el ramo negro

se va poniendo rojo.

Y no llorar

por los bordes filosos de las hojas.



*De Valeria Pariso.












*


Aún no nos conocemos.
Habitamos
separadas
en castas
a la orilla de los días.

Unas
cargan sus sueños,
hijos, cestos de ropa sucia.
Arrastran restos
de hombres
que alguna vez han querido.

Otras izan su pelo
sobre las camas vacías
y lloran
a escondidas
por una revolución
que no les pertenece.

Algunas
hablan lenguas extrañas.
Tienen la boca llena
de palabras desconocidas
y las muerden,
las devoran
como a la fruta prohibida.

Todas
tenemos sexo,
pechos, hambre de vida.
Todas
miramos con miedo
de orilla a orilla.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com













Un lugarcito en  Monte Vera*



Las ramas del sauce me acariciaron los hombros, dándome la bienvenida.
Y su sombra me alivió el calor que ahogaba persiguiéndome desde la ciudad.
El amplio patio alfombrado con césped, refrescó mis pies y un arco iris de flores salpicando los rincones llenó mis ojos inundando de paz y alivio que tanta falta hacía a mi espíritu.
La casa pequeña, simple, acogedora, aún sin completar su amoblamiento pero con detalles donde se adivina la mano de su dueña.
Pero el espíritu de Teresa danzaba entre las púberes plantitas, que mostraban sus hojas nuevas, sus flores, compitiendo entre ellas por ser la mejor, la más mirada.
En lucha contra las mandíbulas de las hormigas, los caracoles, el ardiente sol del verano, el granizo que las deshojó y aplastó a las mas pequeñas. Pero se unían, se abrazaban entre sí y crecían devolviendo el amor que les regalaban.
Se adivina un futuro precioso jardín, se presiente un día, no muy lejano, caminar entre perfumes verdes y sutiles rojos, amarillos, azules y blancos y la sonrisa ancha y orgullosa de su creadora, Teresa, la jardinera poeta.



*De Elsa Hufschmid. elsifumi@yahoo.com.ar











*


Todo:
tus manos,
mi espalda,
las palabras de fuego
que incendiaste
a la orilla de la noche.
Todo
le pertenece al aire.

Creemos,
ingenuos y felices,
que fundamos
la impúdica ciudad
de la memoria.
Que somos
los primeros
en atravesar las puertas,
en mirar con estos ojos
las luces encendidas.

Ilusos.
Aferramos
en un puño de hierro
los instantes.
Pero todo,
todo le pertenece al aire.



*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com











*


Todo lo que no se ve
va a caer.

Enumeraste imparable.

Cucarachas, arañas, polillas, piojos, víboras, ratas
larvas de toda clase, huevitos de dragones, fosforescencias de ave
fénix
sí, todo eso se puede juntar
en un depto pequeño y no
verse
panaderos, pelusas, hojas secas, libélulas,
un grillo que murió cantando, hormigas negras y rojas, grandes inmensas migas de galletas, graves trozos de arroz compactado
dos perlitas de aros distintos, tres arandelas que no corresponden
un dibujo arrugado, una figurita autoadhesiva con brillantina
ya no pega
nada pega con nada
restos arqueológicos, bichos antiguos, herramientas en desuso,
lapiceras disfuncionales, una
explotada
marcadores que iluminaban un camino y lápices sin puntas
algunos mordidos, siempre lamidos
por mí
clips que agarraban mensajes trascendentes, una nota
con letra borroneada en vías
de extinción

Afirmaste varias veces, tranquilo y seguro
experto

Todo lo que no se ve
va a caer.

Estos restos, estos insectos
muertos o a punto
de hacer el acto
de desaparición vital
el acto de yacer
última transformación
reguero escondido de cadáveres
reguero a la vista de libros por abrir
reguero de autores
vivos, muertos o a punto
de quedar impresos
morir a lo inédito morir al secreto
cajón
vida afuera una portada
una nueva máscara
poética lista para desordenarse
autores
calaveras
letras impresas
desciframiento
charla que arroja
libros como piedras, mariposas, nubes, más insectos
con unos te golpeo
con otros te acaricio
con unos te impresiono
con otros te beso
libros salvajes estos
se crían con bichos, empollan huevos, se dejan recorrer
patitas y polvo
y nuestras lenguas que no paran
de mirarse
y nuestros ojos
que descubren letras
se tatúan en el cuerpo apenas revelado
en un movimiento esquivo
(casi no se ve)
o, quizás
impetuoso
en un movimiento que
puede cambiar todo
prender fuego
un movimiento solo
hacernos de nuevo
un movimiento
lenguas susurros gritos
un movimiento
seremos
(no se ve)
cenizas
y cenizas
quedan
dispuestas a caer, a bañar los restos de ese depto bosque
lluvia que hace visible
qué somos o fuimos
cenizas
ligeramente se ven y vuelan y caen
otra vez.



(km. 2016)



*De Karina Macció. karina@siempredeviaje.com.ar

-Karina Macció (Buenos Aires, 1974) es escritora, editora, docente apasionada por la traducción. Dirige Siempre de Viaje, talleres de lectura y escritura, y Viajera Editorial, dedicada a la literatura contemporánea, especialmente a la poesía. Es profesora de Semiología en el Carlos Pellegrini y egresada del colegio Nacional Buenos Aires. Le gusta organizar encuentros donde la poesía brille y sea una experiencia inolvidable.

Ha publicado Ocre, Amarillo vol1 (Textos Intrusos); Mis Peores Poemas de Amor/My love worst poems (traducido por Annie McDermott, Viajera), Diario de la Transformación (Viajera), La Pérdida o La Pérdida (Viajera), impresos en rojo (Gog y Magog), Ferina (La Bohemia), Lestrygonia (Aurelia Rivera), Pupilas Estrelladas (Siesta).











*

Uno dice pero algo no querido se filtra. Este hueco entre lo que uno quiere decir y lo dicho es ya un asomo de lo literario.


*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com







InvenTREN
http://inventren.blogspot.com/




Feria*


*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com



Poco antes de mediodía, Mariano bajó del tren.

Siguiendo una vieja costumbre, respiró profundamente. Después de un par de horas encerrado en el vagón, el aire del andén siempre le parecía delicioso, a pesar de la abundante contaminación existente en la Ciudad. Miró a ambos lados, como buscando a alguien, a sabiendas de que nadie podía estar esperándole pero aun así escudriñando todos los rostros, acaso con una secreta esperanza. Al entrar en la zona acristalada, se miró de reojo en un espejo, gesto mecánico que nunca lograba convencerle de que su apariencia era normal, de que no tenía pinta de pueblerino con su traje negro de catorce años atrás y su camisa blanca recién sacada del armario. Nunca pudo soportar la corbata, por lo que tampoco la usó en esta ocasión. Naturalmente, una vez que se vio en marcha, navegando sobre las vías a toda velocidad, le entraron los remordimientos y tuvo nostalgia de la corbata que nunca fue capaz de ponerse.

Pero ahora ya estaba en la ciudad. Como en años anteriores, un joven fornido, tocado con una gorra de visera, se ofreció a llevarle el equipaje. Como siempre, Mariano rehusó con timidez, recordando lo que le ocurrió la primera vez que vino a la Ciudad, cuando un joven muy parecido al que ahora le ofrecía su ayuda desapareció de repente con su maleta y un hatillo repleto de rosquillas que traía para invitar a los otros agricultores. En aquella ocasión, por suerte, Mariano llevaba el dinero encima, por lo que maleta y hatillo fueron encontrados por un anciano a dos manzanas de la estación y restituidos a su legítimo dueño.

Cuando salió de la estación, miró el cielo sin nubes, miró la calle, repleta de peatones y de automóviles que atravesaban raudos la avenida, miró la parada de taxis pensando acaso en tomar uno. Finalmente, con gesto decidido, echó a andar en dirección al hotel de todos los años, del que apenas le separaban cuatro o cinco manzanas. Unos pasos más allá, cuando cruzó el semáforo, ya no recordaba la desagradable impresión de sentirse extraño en la Ciudad, de saberse un aldeano de paso. En ese momento sintió la conocida transformación. De repente le parecía que en realidad había vivido allí siempre, que aquel era su auténtico hogar; aquellas plazas con fuentes y palomas, aquellas avenidas con olor a gasolina, aquellas calles llenas de sombra, aquellas esquinas tras las que podía ocurrir cualquier cosa, eran más suyas que los áridos campos en los que llevaba toda una vida trabajando. "Este año, este año quizá..." pensó. Mas ahuyentó con un encogimiento de hombros la idea que estaba formándose en su mente y aceleró el paso para llegar al hotel con tiempo suficiente para comer algo.

Luego, por la tarde, tras una brevísima siesta, visitó la Feria. Sin intención de comprar nada, apenas cumpliendo un ritual tan antiguo como inútil. Saludó fugazmente a algunos conocidos de años anteriores. Charló con agricultores venidos de otros pueblos, de otras regiones. Se interesó sin el menor interés por los pormenores del funcionamiento de alguna máquina, por el precio del abono, por las innovaciones técnicas. Anotó números de teléfono, aceptó tarjetas y sonrisas mecánicas de los vendedores, hizo acopio de folletos informativos, se aburrió en abundancia. Absurdos paseos entre expositores y corredores iluminados, tediosos minutos cuyo fin no parecía llegar nunca. Cuando estuvo bien seguro de que algunos paisanos le habían visto, se despidió con amabilidad del comerciante que en ese momento trataba de colocarle una buena partida de semillas y tomó el autobús en dirección al hotel.

Al entrar en la habitación consultó el reloj. Sin pérdida de tiempo, tomó una ducha, se afeitó, perfumó su piel y sus ropas y bajó a cenar, solo. Si bien en la aldea toleraba las conversaciones con sus convecinos, aquí en la Ciudad la sola idea de tener que compartir la misma mesa le resultaba insoportable, casi ridícula. Aquí, él era otro. O dicho de otro modo, era él mismo, no el sumiso Mariano que conocían los campesinos, no el callado Mariano que perdía irremediablemente en las partidas de cartas de la sobremesa en el café, no el comprensivo Mariano que aceptaba con humildad las variopintas excusas que su esposa enarbolaba noche tras noche para evitar las embestidas de su cuerpo ansioso. Aquí, sólo aquí, entre estas calles, podía volver a ser el muchacho de veinte años que fuera en otro tiempo, aquel que las almas mezquinas de sus vecinos mataron definitivamente en aquel largo verano que ya no podía borrarse.

Tras la cena, escasa pero sabrosa, salió a dar un paseo. Como en años anteriores, se encaminó al barrio de las prostitutas. Sin la menor vacilación entró en el bar de siempre, tomó asiento en una banqueta junto al mostrador, miró en torno, pidió una copa de anís y se dispuso a esperar. Algunas chicas se le acercaron y él las rechazó con suavidad. La mujer que le había servido el anís le lanzaba de vez en cuando fugaces miradas como tratando de recordarle de alguna otra ocasión, pero, por más que le miraba, no conseguía reconocerle. Sin embargo, una sensación de intranquilidad se iba abriendo paso en su interior. Una joven de unos treinta años, morena, hermosa, tomó asiento junto a Mariano y se puso a mirarle fijamente.

—¿No vas a invitarme a una copita? —preguntó al poco rato.

—Me gustaría mucho —respondió él— pero estoy esperando a una amiga.

—¿Es más guapa que yo? —dijo la chica fingiendo sentir celos.

—Las dos sois muy guapas, pero ella y yo somos amigos desde hace muchos años.

Algo pareció agitarse en los ojos de la chica, ensombreciéndolos, en el momento en que volvió a hablar.

—¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?

—¿Qué más da?

—Dímelo, por favor —el ruego de la joven desconcertó a Mariano por la extraña intensidad de su voz, por el límpido brillo aparecido de pronto en sus ojos. La mujer de la barra también se había acercado con una expresión extraña en su mirada.

—Bueno, aquí le dicen "Visi".

Un repentino silencio se extendió entre ellos. Los ojos de la chica buscaban apoyo en la camarera, que tragaba saliva con dificultad y parecía tener algún problema para respirar. Otra de las chicas se había acercado lo suficiente para oír las últimas palabras y se había quedado allí, inmóvil, con los ojos fijos en el entarimado, apoyada sin fuerzas en la barra, amenazando caerse de un momento a otro. Finalmente, cuando ya Mariano empezaba a preguntarse que podía significar la extraña actitud de aquellas mujeres, fue la camarera la que habló, con un hilo de voz que poco a poco se iba rompiendo en sollozo, dijo:

—La "Visi" se mató hace un mes. Se enteró de que había cogido el SIDA y no quiso seguir aguantando. Se tiró a las vías... y el tren, el tren...

No pudo seguir hablando. Un llanto convulsivo e imparable se apoderó de ella.

Las otras también lloraban, aunque con menor desconsuelo. Mariano se quedó inmóvil, como ajeno a las palabras que sus oídos acababan de percibir. Callado e inerte, apoyado en la barra, no terminaba de admitir la realidad de lo escuchado. Su pensamiento se remontó en el tiempo, buscando en el pasado lo que el presente le estaba negando, acaso también como una ineficaz escapatoria a la tragedia sucedida.

Se recordó veinte años atrás, paseando del brazo de la "Visi" (Visitación Crespo, la hija de Marcelino, por aquel entonces) por las calles de su pueblo. Tan sólo eran dos adolescentes, caminando sin prisa bajo la atenta mirada de todas las personas respetables del lugar. Su relación (si podía llamarse de ese modo) consistía en esos largos paseos vespertinos a la vista de todo el pueblo, en las cortas y asfixiantes visitas a la casa de los Crespo los domingos por la tarde, en regalos tradicionales y no menos tradicionales conversaciones hábilmente dirigidas por la señora Ascensión, madre de la "Visi". Pero ya en aquel tiempo borroso, Mariano estaba enamorado de la chica.

Mientras él se pasaba las noches suspirando y soñando con el día en que pudiese tener por fin a Visitación entre sus brazos, Ramón, otro de los mozos de su quinta, fue menos sutil y una noche, durante las fiestas patronales, aprovechando la oscuridad y los efluvios del alcohol y la música, se la llevó al descampado donde la luz de la luna y las falsas promesas deslumbraron a la doncella, que de este modo dejó de serlo, con tan mala suerte que algunos vecinos que paseaban cerca del lugar, por casualidad, no pudieron evitar ver el deshonroso lance.

Los padres de Visitación la repudiaron, las gentes de bien le negaron a partir de entonces el saludo. Ramón, por supuesto, evadió cualquier responsabilidad y escurrió el bulto alegando que la chica no era virgen y él no iba a cargar con ella por un pequeño desliz. En efecto, la chica ya no era virgen, pero nadie le dio la oportunidad de explicar que lo había sido hasta esa noche, lo cual, por otro lado, había dejado de tener la menor importancia. Hasta Mariano, dolido en su amor propio, se apartó de ella, abandonándola a su desdicha.

El pueblo entero se había vuelto de espaldas y Visitación, llena de una inmensa amargura, hubo de marcharse a la Ciudad, sin más equipaje que algunas prendas de vestir y un billete de tren que su padre se apresuró a comprar para perderla de vista lo antes posible. Aquel día, Mariano fue a la estación con intención de despedirse de ella, de ofrecerle su perdón, de rogarle que se quedase, pero nada de eso ocurrió. Mariano, vencido por la timidez o el orgullo herido, acobardado por causas que aún desconocía, permaneció escondido tras unos setos y sólo pudo contemplar, impotente, como la única mujer que había significado algo en su vida se marchaba para siempre a la Ciudad, que por entonces era casi lo mismo que decir al extranjero.

La vida en el pueblo no sufrió cambios significativos. El Paseo había perdido a dos de sus más fieles adeptos. En la mesa de los Crespo había un cubierto de menos. Eso fue todo. Eso y la desesperación de Mariano, que no podía soportar la idea de vivir sin amor. Al principio, incluso pensó en fugarse, en fatigar los caminos y las aldeas en busca de su amada, pero la ignorancia respecto al posible paradero de Visitación logró disuadirle por completo. También soñó inmisericordes venganzas contra Ramón, venganzas que hubo de posponer una y otra vez, debido principalmente a la diferencia de peso y tamaño entre él y su rival.

El tiempo fue pasando y las heridas fueron dejando paso, según suele ocurrir, a las feas cicatrices. Mariano, resignado, se dejó querer por Charito, la hija del alcalde. Con bastante alboroto, se celebró la boda un domingo por la mañana. A partir de entonces, Mariano se refugió en el trabajo. Las enseñanzas de su padre y las fértiles tierras que el alcalde había aportado como dote le convirtieron en uno de los mejores y más respetados agricultores de la zona. Su afán de mejorar fue lo que, un día cualquiera, le llevó a plantearse la necesidad de viajar a la ciudad para visitar la Feria, como hacían otros. A pesar de la inicial oposición de su esposa, cuyo instinto le decía que ese viaje era peligroso, logró convencerla de que no había otro modo de modernizar los aperos y herramientas para poder seguir ofreciendo los mejores productos.

Mientras apuraba el tercer anís, Mariano salió un momento de su ensoñación. La chica morena seguía sentada junto a él, sin turbar su silencio, sólo acompañándole, como una muestra de solidaridad y de duelo. Su mano suave de largas uñas se posó sobre la de él, en un gesto de ternura. A pesar de la aparente impasibilidad del rostro, era evidente que el hombre sufría y que nada, en ese momento terrible, podría mitigar su pena, pero aquella mano que descansaba sobre la suya era como un asidero, algo a lo que aferrarse en los peores momentos. No se trataba de la mano lasciva de la puta Andrea tratando de seducir por el simple contacto o la caricia experta. En esa hora dolorosa no era más que la mano amiga de Andrea, la mujer, que intentaba rescatar de las tinieblas a un hombre al que ni siquiera conocía. Esa noche, sin proponérselo, sin siquiera sospecharlo, Andrea fue Ana, la joven indigente que le salvó la vida a Thomas de Quincey; fue, como tantas otras, un símbolo, pero allí no había ningún intérprete de símbolos, por lo que Andrea, para el mundo, siguió siendo nada más que una prostituta, linda y voluptuosa.

El descubrimiento de la Ciudad cambió algo en el interior de Mariano. La sola visión de los edificios, de las luces, de la gente que llenaba las calles, los almacenes, los modernos bares, le produjo un cálido sentimiento de familiaridad, como si finalmente hubiese llegado al sitio que durante años había estado buscando sin saberlo. El aire olía a gasolina quemada, a plástico, a humanidad, pero permitía respirar la libertad. Fue como si jamás hubiese estado en otro sitio, como si los surcos y las semillas y el sueño inquieto que presagia una aplazada tormenta no fuesen sino el recuerdo de un cuento oído tiempo atrás y ya casi olvidado.

Aquella primera vez, el tiempo corría vertiginoso. La Feria estaba muy bien, había muchas máquinas que podrían ahorrar trabajo y hasta peones, infinidad de artículos que jamás hubiera podido soñar, pero el hábil agricultor había dejado paso al explorador ávido y la estancia de Mariano en la Feria fue más bien breve (más tarde, en el tren, durante el viaje de vuelta, tuvo que estudiar a fondo los folletos para poder explicarle a Charito las cosas que teóricamente había estado viendo durante todo el fin de semana).

Durante la mayor parte del sábado se dedicó a recorrer el centro. Visitó grandes almacenes repletos de ropa, objetos de cocina, artículos deportivos, electrodomésticos y un sinfín de aparatos de dudosa utilidad. Pero no había tiempo para preguntar a los vendedores por sus funciones. La Ciudad era enorme, infinita, y sólo disponía de otro día más. Recorría las calles aspirando el inconfundible aroma, sólo perceptible por quienes vienen del campo. Se adentró en callejuelas estrechas y en zaguanes oscuros. Vagó sin dirección y sin memoria por las interminables avenidas atestadas de gente, de vehículos, de ruido. Se perdió entre setos y glorietas. Se dejó arrastrar por algo que podía ser una intuición innata. De ese modo llegó, insólitamente, frente a la puerta del hotel en que se había hospedado. Pero su ansia urbana no había quedado satisfecha, así que, después de cenar con algunos convecinos que también se alojaban allí, alegó un pretexto banal o increíble y volvió a salir al frescor de las calles y al bullicio de los bares que aún permanecían abiertos.

¿Cómo no evocar, en ese momento en que ya el alcohol empezaba a adueñarse de sus recuerdos, el instante preciso en que divisó a la mujer y creyó reconocerla? Su mano se cerró con fuerza sobre la de Andrea, que permanecía allí, junto a Mariano, silenciosa y ajena al ajetreo del bar y a las solicitudes de los clientes.

Un camarero le había dado unas indicaciones. Mariano tomó por la avenida, cruzó tres calles y una plaza, giró a la izquierda, siguió durante unos cien metros y se introdujo por otra calle lateral, algo más estrecha. Al llegar a una pared que tapiaba el fondo de la calleja, supo que se había equivocado. Volvió sobre sus pasos. Al desembocar de nuevo en la avenida, la vio. Incrédulo, la siguió durante un rato. Finalmente la alcanzó, la tomó de los hombros y se quedó mirándola en los ojos, sin una sola palabra. Para un espectador casual, la seriedad que reflejaba su rostro hubiese contrastado, casi brutalmente, con la franca sonrisa que nació en los labios de la mujer, que se abrazó a él entre agudas exclamaciones y ruidosas carcajadas.

Habían pasado siete años y Visitación estaba mucho más hermosa. Un fondo de tristeza en sus ojos la embellecía aún más si cabe. Allí detenidos bajo el influjo de las luces eléctricas, en medio de la avenida, ruidosa a pesar de la tardía hora, dejaron deslizarse los segundos sin hablar. Sus miradas decían más de lo que hubieran podido decir sus palabras. Pero la gente pasaba junto a ellos contemplándoles con curiosidad. Alguien rompió el silencio y comenzaron a caminar entrelazados. Tomaron asiento en una terraza, consumieron algún licor y charlaron. De pronto, la mujer miró el reloj y respingó involuntariamente. "Debo ir a trabajar" musitó.

El cambio de expresión en su rostro no pasó desapercibido para Mariano. "¿A trabajar? ¿A estas horas?" preguntó él, asombrado. Ella esgrimió evasivas, pero al final, ante la insistencia del hombre, no le quedó otro remedio que confesar la verdad: Servía copas y alternaba con los clientes en un bar de dudosa reputación. No pudo evitar que Mariano la acompañase hasta la puerta del local, donde se despidieron con un beso, no sin intercambiar teléfonos y fijar una cita para el día siguiente.

Pero ése fue un ritual inútil, aunque ella en ese momento no hubiera alcanzado a sospecharlo. Una hora más tarde, Mariano entraba por la puerta del Club. Con aplomo, tomó asiento en la barra, solicitó una copa y buscó a su amiga con la mirada. Sólo unos minutos más tarde se dio cuenta de que todo podía haber sido un engaño. Quizá ella le había conducido a otro lugar sospechando lo que planeaba. Quizá a estas horas se encontraba en el otro extremo de la ciudad. Apuró su copa y pidió otra. Al menos el anís era bueno.

En ese momento, al levantar la vista buscando a la camarera, vio a Visitación. Bajaba por una escalera, de la mano de un hombre que casi le doblaba la edad. Sonreía, pero de una forma muy diferente a como le había sonreído a él un rato antes. Al verle allí sentado, palideció. Se despidió de su acompañante con un beso mecánico y se acercó a Mariano con un destello de furor en la mirada.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Sólo quiero estar contigo —respondió él humildemente.

—Deberías irte. Aquí no hay nada bueno para ti.

—Estás tú. Quiero pasar la noche contigo. Llevo muchos años esperando esto. Si ha de ser de este modo, así sea. Te quiero demasiado para que me importe.

Increíblemente, a ella tampoco le importó. Habló un momento con una compañera algo mayor, volvió junto a Mariano, bebió de su copa mirándole a los ojos y dijo: "Llévame a tu hotel".

Los detalles de ese primer encuentro carecen de importancia. Baste decir que a ella le pareció que ésa había sido su primera vez y que Mariano conoció esa noche el amor físico. (Con su inevitable mezcla de temor, deseo y algo de desesperación. Nada que ver con los fugaces y anodinos encuentros con Charito).

Mariano regresó, no podía ser de otro modo, a su pueblo, a las cosechas, al café, al velado cariño conyugal, a la vida insulsa del invierno en la aldea. Pero ahora tenía algo: Una isla habitable en medio del mar de mediocridad y desconsuelo. Una feria que se celebraba anualmente y que le daba la oportunidad de vivir, siquiera por unas horas, la vida que realmente hubiera deseado. Desde entonces, sus visitas a la capital se repitieron cada doce meses. Durante esos dos o tres días que permanecía allí, Visitación guardaba fiesta y le acompañaba a todas partes. Después, volvía la rutina y el ciclo de la espera recomenzaba.

A causa de algunos cambios bastante evidentes en su marido, Charito supo lo que ocurría desde el primer momento, pero algunas amigas le aconsejaron que hiciera la vista gorda. Al parecer, las escapadas de los agricultores a la Ciudad eran comunes y, según algunas que se las daban de modernas, necesarias para preservar la paz en el matrimonio. Así pues, ignorante de la identidad de la amante de su marido, Charito se encogió de hombros y toleró, como tantas otras, con idéntica resignación, los viajes de Mariano.

También la "Visi", según el testimonio de sus compañeras, sufrió una transformación importante. Seguía siendo la amiga alegre, pero ahora, además, había en sus ojos un fulgor nuevo. Se la veía ilusionada, feliz. Dos días al año no son gran cosa, es cierto, pero son mucho más que nada. Un pequeño remanso donde tomar fuerzas para seguir nadando río arriba, tal vez hacia ninguna parte, pero nadando a pesar de todo, con ayuda del recuerdo de la última Feria y la esperanza de la próxima.

Durante catorce años la vida fue eso, un antes y un después del fin de semana mágico que cada otoño les tenía reservado. En muchas ocasiones Mariano propuso alargar hasta el infinito esas horas, quedarse allí, junto a ella, compartiendo su vida, pero siempre los labios de la "Visi" tapaban los suyos en un cálido beso y no volvía a hablarse del asunto. La ciudad era el escenario perfecto. Nunca dejaron de sentir que, en el fondo, el sórdido incidente del pasado era lo que había propiciado su encuentro lejos de las calles del pueblo. No era posible evitar el sentimiento compartido de que las cosas jamás hubiesen podido ser iguales entre las viejas casas de la aldea, bajo los ojos vigilantes y acusadores de los vecinos. La felicidad se hallaba bajo las circunstancias más extrañas.

Y ahora, la "Visi" se había marchado. Por segunda vez se le había ido sin que él pudiera esbozar siquiera una breve despedida. Y lo peor era esa obstinada voz que, por encima de los efluvios del anís, le repetía que esta vez era para siempre, que esta vez no iba a tener la suerte de encontrársela al filo de los años en las calles de la Ciudad.

Se percató de que Andrea estaba hablándole en voz baja. Supo que las palabras no eran tan importantes como el hecho de que alguien estuviese pronunciándolas. Notó que lloraba y no trató de evitarlo ni de ocultarlo. Dejó que las lágrimas corriesen por su rostro mientras el dolor de la pérdida roía su corazón.

Pagó las copas y se dispuso a marcharse. Andrea, sin que nadie lo pidiese, le acompañó. Caminaron por las estrechas callejas donde la noche, dicen, es peligrosa; sintieron el aire fresco demorándose en sus rostros, tal vez charlaron.

Esa noche, en brazos de Andrea, Mariano consiguió olvidar el dolor, siquiera durante brevísimos momentos. El alcohol y los besos de la chica le transportaron a otras noches y a otros besos. Volvió a sentir la vida bullendo en su interior, el calor y el frenesí de la Ciudad nocturna, la expectación ante cada umbral por trasponer, el fuego de la carne. Se juró que jamás regresaría a las noches vacías de la aldea, a la intolerable madrugada, a la siembra, a las insulsas partidas de cartas, al lecho frío.

Al día siguiente, al despertar, la habitación estaba desierta. A su lado, entre las sábanas, no había nadie. Mariano comprendió, suspiró, se levantó, se duchó, hizo la maleta, bajó a desayunar, pagó la cuenta, caminó hasta la estación, sacó un billete y tomó el tren. Mientras los campos pasaban vertiginosos al otro lado del cristal, con un gesto seco enjugó su última lágrima. Sus tierras le esperaban. Habría otros años y otras ferias. La vida, inconcebiblemente, seguía.

Pero he aquí que en ese instante de suprema renuncia, Mariano recuerda un detalle que había permanecido agazapado en su mente. En su mano, de repente, surge un sobre cerrado. Es una carta que la "Visi" dejó para él. Rasga el sobre, extrae el papel doblado y lee. Su rostro va adquiriendo una expresión diferente. La resignación desaparece, una creciente calma va ganando el pecho del viajero, una vaga sonrisa surca de pronto su cara campesina.

Ignoramos el texto de la carta. Sólo sabemos que Mariano, después de doblarla cuidadosamente y depositar en ella un tierno beso, la guarda en su bolsillo, mira por la ventanilla, se incorpora, no se toma siquiera la molestia de recoger su equipaje y se apea en la primera estación.

Más tarde tomará otro tren que le devuelva a la ciudad, a la que ahora, definitivamente, pertenece.




-Sergio Borao Llop publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!




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